La siguanaba es una leyenda salvadoreña muy conocida. Pero lo que pocos saben es que en este año, sigue activa haciendo de las suyas.
Sara cerró la tienda de ropa en Metrocentro casi a medianoche. El centro comercial estaba desierto y los pocos puestos de comida rápida ya se apagaban. Mientras desinflaba unos globos azules que se quedaron en el suelo, vio agua corriendo en un rincón: una fuente de pared seguía goteando sobre los azulejos. “Qué raro”, pensó ella. De la nada apareció una mujer hermosa, de cabello negro largo y lacio, vestida apenas con un camisón blanco, como mojado, que la miraba de espalda. Sara sintió un escalofrío. La mujer se acercó con pasos lentos. Sara intentó fingir normalidad: “Buenas noches, ¿todo bien, señora?” La chica giró lentamente. Sara quedó petrificada: el rostro, lejos de ser humano, tenía la forma de un caballo.
El grito se ahogó en su garganta. Sara dio un paso atrás sin querer, tropezó con una
caja de cartón y cayó al
suelo. La Siguanaba lanzó una risa hueca y burlona. Sara parpadeó, sudando, con la vista nublada. La figura
espectral empezó a acercarse con patas de caballo, arrastrando cadenas que tintineaban sobre el piso de
baldosa. Sara alcanzó a murmurar “¡Dios mío, vos!”, recordando la leyenda contada por su abuela. Trató de
levantarse temblando pero la figura la había rodeado. La ropa de la mujer espectral tenía bordados de flores
blancas como las mariposas de barrio. Sara reconoció entonces su voz como el eco del rumor que corría en
WhatsApp: dicen que la Siguanaba anda libre por los pasillos de Galerías después del cierre, cazando a los
borrachos y a quienes andan tarde.
Con un chillido no humano, la Siguanaba alargó la mano. Sara vio de cerca esos dedos
horrendos, como uñas
sucias de tierra. Logró arrastrarse hacia la puerta de cristal. La forzó con todas sus fuerzas y salió al
pasillo casi vacío. Gritó que por favor alguien la ayudara, pero el patio central estaba vacío, sólo el eco
de sus pasos. De pronto sintió un respiro helado detrás suyo. Miró el reflejo en las vitrinas: los ojos de
la mujer era un par de cuencas negras humeantes. Sara salió corriendo a la escalera mecánica, temblando. No
recordó cómo llegó hasta el estacionamiento.
Cerró la puerta del carro temblando, agarró la matasellos a la altura del pecho y se rogó: “¡Que nada pase!” Pero en el espejo retrovisor vio algo caminar hacia ella: la silueta de una mujer con cabeza de caballo, entre las sombras del estacionamiento. Sara apretó el acelerador con el corazón en la garganta. Al llegar a casa, la televisión estaba encendida y el programa de un vidente era la única voz que oía. No tuvo ni el valor de contarle a su familia, sólo se sentó en el piso, temblando, escuchando cómo de fondo un noticiero anunciaba que cerrarían el centro comercial por unas semanas. Y en medio de los reportes de rutina, sonó una risa de mujer… El susurro mortal de la Siguanaba seguía vivo, aún en la ciudad.
¡Compártelo con tus amigos!